Thursday, July 17, 2008

Las hermanitas gallina


Por la acera, desierta a excepción de un automóvil gris oscuro que viajaba por la angosta calle Diamante, iba Enriqueta corriendo a toda velocidad. Sus cabellos se pegaban a su frente y cuello debido a las gruesas gotas de sudor que resbalaban por toda esa zona; el largo vestido verde seco se le atoraba entre las piernas y los zapatos de tacón hacían que sus pies se doblaran de vez en vez y ella se sintiera caer. Sin embargo, y pese a todos estos inconvenientes, Enriqueta corría y corría, sin voltear hacia atrás, ni hacia los lados; sin perder de vista su objetivo final: huir.

Antes de llegar a donde Diamante hacía esquina con Rubí, Enriqueta se detuvo y entró de prisa a su casa. Cerró fuertemente la puerta, y se recargó en ella como si eso fuera a impedir la entrada de algo, o de alguien. Estuvo unos segundos así, limpiándose el sudor de la frente con la tela del vestido del antebrazo, y después suspiró muy profundamente: estaba a salvo. Mientras tanto Esperanza hacía unos guantes con retazos de tela en la máquina de coser. Al escuchar el azotón de la puerta de la casa, bajó rápidamente a recibir a su hermana.

-Enriqueta, ¿otra vez?

-¡Si Esperanza, salí del novenario y ahí estaba!

-Pero bueno, ¿qué le pasa a ese tipo?

-No sé hermana ¡pero lo que sí puedo decirte es que es un enfermo asqueroso!

-¿Y qué hizo ahora? ¡Cuéntame!

Enriqueta seguía agitada, el aire no le era suficiente aún, así que se sentó en una silla reina que se encontraba en el amplio vestíbulo, y sacó un abanico de madera. Mientras se abanicaba le fue contando a su hermana lo que acababa de sucederle; fue narrando paso a paso la espantosa pesadilla que acababa de vivir.

-Pues mira Esperanza, iba saliendo del novenario, como todos los jueves, y decidí pasar a comprar unos panes para la cena. Por cierto, don Pepe ¡qué amabilísimo! Compré dos panes, uno para ti y otro para mí, y él, me regaló el tercero; me dijo que iba por cortesía de la casa; es de hojaldre y tiene crema pastelera adentro…

-No te desvíes Enriqueta, sigue…

-Ah, perdona, es verdad, es que Don Pepe… bueno, la cosa es que ya venía yo para acá, y me dije, “voy a cruzarme la acera porque capaz que este hombre está afuera” y así lo hice, crucé la acera. Pero no me sirvió de nada, ¡el tipo tiene un radar! Mira Espe, has de cuenta que le hablé desde afuera. Salió hecho una bala de cañón y se me quedó viendo, desde la acera de enfrente. Y ¿sabes qué hizo el muy pelado?

-¿Qué? ¡Dime ya!

-¡Me guiñó el ojo otra vez! Pero no sólo eso…

-¿Hay más?

-¡Sí, sacó la lengua y se mojó los labios! Yo me eché a correr…

-¡Ay no! Esto ya no puede ser… ¡no puede ser! Ahora si rebasó todos los límites de la decencia. Tenemos que hacer algo Enriqueta ¡pero ya! ¿No vamos a esperar a que este hombre intente abrazarnos o algo verdad? ¡Hay que acusarlo con la policía!

-¿Con la policía?

-Sí, con la policía.

Las hermanitas Turrón, se abrazaron, pues estaban muy nerviosas y sólo se tenían la una a la otra. Eran dos gemelitas de cuarenta y seis años. Se llamaban Enriqueta y Esperanza Turrón, y habían vivido toda su vida en la calle Diamante. Se mantenían con la herencia que les había dejado su padre, un hombre adinerado que se había dedicado toda su vida al negocio de bienes raíces. Él, desde muy joven, se había hecho cargo de sus dos hijas, pues su esposa había muerto al dar a luz. Rodolfo Turrón las había adorado, y había logrado hacer una muy buena fortuna para que nada les faltara cuando él muriera. Se había dedicado en cuerpo y alma a ellas, les había dado la vida entera para que tuvieran una existencia plena. Y así era, al menos en el terreno de lo material, las gemelas habían vivido veinticinco años de tranquilidad económica, aparte de que habían aprendido a manejar el negocio de su padre como él mismo. Vivían juntas porque ninguna había tenido interés en mudarse, y aparte una especie de hilo invisible las unía aunque estuvieran a cien calles de distancia. Guardaban el dinero del negocio familiar bajo el colchón y rara vez lo gastaban en cosas que no fueran los servicios de la casa (agua, luz, teléfono, etc.) y el sueldo de los empleados domésticos (el jardinero y la mucama). Su vida era rutinaria, sin embargo, la vivían sin buscar mayor placer que la estabilidad.

Eran medianamente felices y bastante conservadoras; y muchas cosas en el mundo les hacían sentir miedo. Una de ellas, sin duda, era el mecánico Robert, un hombre joven y alegre que arreglaba automóviles en la esquina de Diamante y Vidrio. Había decorado su taller con todo aquel poster semi-porno que le llegaba a las manos, por ello, rubias, morenas, orientales, jóvenes, adultas, recreaban la mirada del muchacho diariamente y la de sus invitados de los jueves por la noche, cuando se reunían a beber. Robert no salía mucho, puesto que se pasaba todos los días de la semana trabajando en el taller, así, observaba, a veces voluntaria y otras involuntariamente, la dinámica diaria de la calle Diamante. De todos los hechos diarios que acontecían allí, el paseo presuroso de las hermanitas Turrón era el que le hacía mayor gracia, y disfrutaba lanzarles piropos y verlas echarse a correr. Nunca pensó en hacerles daño, pero digamos que Robert no medía sus bromas.

Enriqueta y Esperanza se despertaron muy temprano, tomaron su pastilla para el corazón, y salieron a caminar. Iban agarradas del brazo, acercándose a la calle de Vidrio, por Diamante, cuando Robert regresaba de la tienda de Don Pepe. Cuando las vio, se acercó de prisa a ellas y les gritó:

-¡Adiós preciosas, a ver cuando me dan el gusto de caminar con ustedes!

Y comenzó a mover la pelvis de un modo sexoso, como incitándolas a realizar con él un baile erótico.

Las dos hermanas huyeron cual patrulla en plena persecución. Sin soltarse del brazo, corrieron lo más aprisa que pudieron y pronto dieron vuelta en la esquina. Al llegar al parque, se sentaron en una banca y se abrazaron.

-Esperanza, ¿pero qué vamos a hacer?

-No sé, hermana, pero no podemos seguir así. Yo insisto, hay que llamar a la policía. Hay que sacarle un buen susto al pelado ese, que sienta una probadita lo que sentimos nosotras cuando lo vemos.

-¿Sabes qué? tienes razón ¡vamos ya!

Y decididas fueron al Ministerio Público. Pero cuando el MP les pidió pruebas concretas del abuso, ellas no supieron que decir. Se dedicaron a narrar todos los piropos y ademanes sexuales que él les había dicho y hecho. Él, que estaba acostumbrado a recibir quejas por demás tontas y nada preocupantes, tomó la denuncia de las hermanitas a broma.

-¡Pero señoras, por lo que me dicen, ese pobre hombre está enamorado de ustedes! Yo, sinceramente, mejor le agradecía… ja, ja, ja… ¡a nadie se le puede encarcelar por amor damas!

Pero para las hermanas no era nada gracioso, así que se levantaron molestas y salieron de ahí tomadas del brazo.

Robert se encontraba cambiando unas llantas cuando Enriqueta y Esperanza se dirigían hacia su casa. No se había percatado de su presencia hasta que, por el reflejo de la ventanilla del auto en el que trabajaba, vio los vestidos gris y tinto reflejados. Se levantó, dejó sus herramientas de trabajo e hizo como si fuera a acercarse a ellas. Entonces un grito desesperado salió de la boca de Esperanza…

¡Ahhhhhhhhh! ¡Dios mío, por favor, ayúdame!

Y las dos iniciaron la carrera maratónica a su casa. Robert se quedó parado y se carcajeó hasta morir. Definitivamente no había nada mejor en el mundo que el paseo presuroso de las hermanas. Corrieron hasta llegar a su casa, se encerraron y se abrazaron larga y fuertemente. No había ya duda alguna, estaban solas en el mundo. Hasta la policía las había abandonado; así que no se tenían más que la una a la otra; no podían confiar más que la una en la otra. Lo habían comprendido: de eso se trataba la vida. Tomaron el frasco de las pastillas para el corazón y se tomaron una cada una. Ese día no volvieron a salir de casa, sería hasta el día siguiente. Estaban preparadas, como siempre, para correr en caso de ser necesario.

Fotografía: Eugenio Recuenco



Para Lili...

Noemí Mejorada at 10:06 AM

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Monday, July 07, 2008

De la venganza de los oficinistas




- González ¿quién está a cargo de este proyecto?
- Emm, este… creo que… Rodríguez señor…
- ¿Rodríguez? ¿Estás seguro?
- Emm, este… bueno señor, creo, es que la verdad es que…
- González, ¿sabes o no sabes quién está a cargo del proyecto dentro del cual estás trabajando?
- Señor, lo que pasa es que cuando nos asignó a un encargado, éste llegó diez minutos tarde el primer día, venía de fuera, ¿recuerda? Llegó tarde porque el avión se retrasó unos minutos en Colombia por las cuestiones del clima y usted lo despidió. Entonces… mencionó que Rodríguez, pero aún no lo ha hecho oficial, por eso…
- González, ¿sabes o no sabes quién está a cargo del proyecto que les asigné a ti y a tus compañeros de área? A mí me importan un carajo los formalismos, si mencioné a Rodríguez “sin hacerlo oficial” es porque él es el encargado y así será hasta el momento en el que yo desdiga lo dicho. ¿Estamos?
- Sí, claro señor, tan claro como el agua.
- Y entonces ¿dónde está Rodríguez?
- Emm, pues… salió, creo…
- ¿Que a ti nadie te enseñó a dejar de “creer” y a prestar atención a lo que sucede a tu alrededor? González, ya no eres un crío…
- Señor, Rodríguez salió a comer… no tarda en regresar.
- ¿A comer? ¿Una hora después de la hora “oficial” de comida?
- Señor, es que Rodríguez llamó en la mañana explicando que había tenido un contratiempo y que llegaría tarde una hora, le explicó a usted y usted mismo le otorgó el permiso. Trabajó hasta terminar la presentación del proyecto pero se tardó y no pudo salir a comer a la misma hora que los demás.
- Ah, está bien, cuando regrese le explicas que yo le permití llegar una hora tarde, pero que no le dije, en ningún momento, que podía salir a comer fuera del horario. Le dices por favor que pase a mi oficina a firmar su renuncia ¿está bien?
- ¡Pero señor!
- Y si tienes algún inconveniente puedes pasar tú también.
- No señor, está bien, yo le digo.

El jefe salió de la oficina, cerró la puerta tras de sí y entonces González dio un puñetazo a la pared y se jaló el cabello. Se tapó la cara y apretó los ojos con las manos. Respiraba agitado e intentaba contener un grito que tenía como pegado en la boca del estómago. Volvió a jalarse el cabello y luego aventó el lapicero de plástico contra el sillón de piel; lo hizo así para no hacer ruido y a la vez desquitar parte de la ira que se había apoderado de él. Ese jefe suyo era una patada en los testículos; una verdadera mentada de madre; una grosería. Y Rodríguez era su mejor amigo, y ahora sería él quien tendría que informarle que se había quedado sin trabajo, justo ahora que su hija estaba gravemente enferma en el hospital. ¡Justo ahora! Tomó el reloj que se encontraba sobre la impecable madera del escritorio y lo observó atentamente. Eran las 5:40 p.m. Dejó el reloj y se sentó en el sillón a esperar el regreso de su amigo.

Había pasado media hora cuando Rodríguez entró tranquilamente a la oficina mascando un chicle de menta, pues había degustado una deliciosa sopa de cebolla con pan de ajo, y se sentó en la silla giratoria. González se encontraba de frente a él, y con los ojos enrojecidos lo miraba fijamente.

- ¿Qué te pasa? Pareciera que te acaba de dejar tu mujer o algo así… ¿sucedió algo mientras estuve ausente? ¿Qué pasa viejo?
- ¿Que qué pasa? ¡Que el hijo de puta de tu jefe te va a dejar sin trabajo! ¡eso es lo que pasa!
- ¿Pero qué estás diciendo González?
- ¿Que qué estoy diciendo? Que el jefe te va a dar una patada en el trasero hoy y te va a mandar a tu casa, así sin más ni más, eso es lo que estoy diciendo Rodríguez, eso justamente ¿está claro?
- Pero… ¿porqué? ¿qué hice?
- Nada, no hiciste absolutamente nada, sólo salir a comer una hora más tarde. Y ahora eres un desempleado jodido injustamente por la vida…
- No puede ser, debe haber un error, yo le expliqué…
- Si, tú le explicaste, y tus explicaciones se las metió él por el trasero. Te está esperando en su oficina con tu renuncia.
- Ay, pero eso no puede ser, ¡no ahora!
- Así es, no puede ser, y no va a ser si nosotros no se lo permitimos…

Y entonces a González se le enrojecieron un poco más los ojos mientras bajaba la voz para empezar a hablar en secreto. Se acercó a Rodríguez, mirando a un lado y a otro, verificando que las paredes no estuvieran prestando atención, y le habló un poco con rodeos.

- Okey Rodríguez, tú y yo sabemos que no puedes perder tu trabajo, al menos no ahora que tu nena está tan enferma. Pero eso no va a pasar, si nosotros lo impedimos…
- ¿Pero cómo?
- Pues… debe ser algo definitivo, sin rastros ni huellas…

Y los ojos de González se volvieron dos aros de fuego. Se acercó a Rodríguez aún más, casi rozando su nariz con la de su amigo; y lo tomó fuertemente por la nuca, pegando frente con frente:

- ¡Matémoslo!

Rodríguez se separó abruptamente de su amigo, sintió miedo; dio tres pasos hacia atrás y luego preguntó:

- Estás de broma ¿verdad?
- No, no es broma, mírame bien hermano, no estoy de broma. Quiero que lo pienses por un minuto: ese hijo de puta merece morir, y no sólo morir, sino hacerlo violentamente. Piénsalo, tiene años humillando a quien se le pone enfrente, despide a los empleados sin razón alguna, y dicen que a Magda, la recepcionista anterior, la despidió porque no quiso salir con él, ni acostarse con él, es un cerdo. Y si no le ponemos un “hasta aquí”, va a seguir haciendo de las suyas…
- Pero matarlo…
- No debemos dejar rastros, hay que ser muy cuidadosos…

Y en este momento González se acercó a la ventana y entreabrió las persianas con sus dedos. Se asomó por una pequeña rendija y, como viendo al horizonte, con la mirada perdida en pensamientos macabros y sanguinolentos, asintió con la cabeza mientras decía entre dientes y para sus adentros: no sólo morir, sino hacerlo violentamente… Tomó un lápiz del escritorio y trazó unos garabatos en una hoja de papel, era el boceto del plan.

- Hay que planearlo bien. Por lo pronto tú no vayas a su oficina, no firmes nada; mañana, a esta hora, su oficina le abrirá las puertas a un nuevo jefe.
- Pero… no estoy seguro de lo que me estás proponiendo, yo no tengo la sangre fría. A mí la sangre me da vértigo…
- No te preocupes, tú sólo coopera con tu silencio y con otras cosas más… no te mancharás las manos con sangre. Eso déjamelo a mí y a Pérez, porque seguro que Pérez también accede. Mira…

Y siguió trazando líneas en la hoja de papel.

- Mañana, cuando el fanfarrón ese llegue a trabajar, yo lo estaré esperando en su oficina. Llegaré muy temprano para que nadie vea que estoy ahí dentro, y me esconderé detrás de la puerta; cuando estemos solos, lo golpeo en la cabeza con uno de sus palos de golf. Su oficina tiene una puerta que da a su jardín personal, así que por ahí lo podemos sacar. Cuando esté en el piso, inconsciente, te marco al celular para que entretengas a Cuquis; invítala a salir o algo, y yo mientras tanto, lo sacaré de ahí. Afuera puede estar Pérez, te digo que estoy seguro de que él cooperará, me enteré que a él, de castigo, le bajó el sueldo a la mitad durante un mes, simplemente por no haberle dicho “señor” al saludarlo, ¡tamaño hijo de la chingada! Así que Pérez me puede estar esperando con un hacha y su auto. Nos lo llevamos a la casa de Pérez, al sótano, y ahí, ya que despierte, lo partimos en pedazos. Pérez puede hacer éste trabajo, durante toda su infancia y juventud laboró en una carnicería. Luego lo quemamos y ¡listo!

La quijada de Rodríguez temblaba, pero ya no sabía si era el miedo o el valor lo que le provocaba tal efecto, pues estaba decidido a colaborar. Pensaba en su nena enferma y su quijada temblaba aún más. Los oficinistas se abrazaron; y sus trajes gris y negro se combinaron en medio de un pacto casi, casi, de sangre. Había muchos detalles que ajustar, muchos asuntos que arreglar antes del gran suceso. Salieron de la oficina y se dirigieron a donde se encontraba Pérez. Pasaron frente a la oficina del jefe; Rodríguez encendió un cigarrillo y le dio una intensa fumada, luego lo pasó a González quien, después de fumar, lo lanzó encendido a la alfombra. Cuquis, de prisa, se levantó de su escritorio y apagó la incendiaria colilla. Lo que ella no sabía, es que aquel fuego no se apagaría tan fácilmente, pues se necesitaban litros de sangre para hacerlo.

Fotografía: Eugenio Recuenco

Noemí Mejorada at 11:05 PM

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