Tuesday, March 11, 2008

Del día en el que Ramón quiso comerse el mundo de un sólo bocado



En el barrio era conocido por todos y admirado por muchos. Tenía un desarrollado sentido de la moda y conocía muy bien los métodos más eficaces de conquista. Desde el inicio de su adolescencia había experimentado una serie de extraños impulsos que lo llevaban siempre a seducir chicas, por eso pensaba que ser el galán entre los galanes estaba escrito en su naturaleza; era una especie de destino que se había convertido en la misión más importante de su vida.

Todos los vecinos del barrio reconocían su destreza para ganarse el cariño y el afecto de la gente. Era muy carismático y, a pesar de no ser muy guapo, su excéntrica personalidad le hacía ganar puntos a su favor. Sabía vestir muy bien; casi siempre de blanco porque había visto en la televisión y en las revistas que el blanco era el color predilecto de las más importantes estrellas del Hip hop mundial; y a él, personalmente, le gustaba mucho el contraste que hacía ese color con su piel morena oscura. Y usaba siempre alhajas (anillos, aretes de diamantes -de fantasía-, cadenas de baño de oro), porque pensaba que eran el complemento ideal para un aspirante a la realeza. Ramón buscaba ser admirado; sabía que podía exigírselo a la vida y por eso lo hacía con toda la certeza de que lo conseguiría. No obstante, nunca despegó los pies del piso e, inteligentemente, siempre tuvo en el rostro su mejor sonrisa para cualquiera que le demostrara su admiración.

Paty, Mily y Wendy lo amaban locamente, Rosy y Cindy sentían una pasión desbordada con sólo verlo, Mary y Fernanda salían corriendo a su balcón cuando él pasaba por su casa. Y así, todas las jovencitas del barrio suspiraban cuando Ramón salía a dar un paseo por ahí. Y Ramón caminaba seguro, regalando sonrisas a todas, provocando fuertes latidos y profundos suspiros en todas. Paseaba con la certeza de un valiente; con la seguridad de quien sabe que sus pasos cavan sin contratiempos el surco por el que se conduce la vida.

Por las mañanas, cuando Ramón salía a entrenar fut bol, todas las niñas del barrio iban a verlo. Emocionadas gritaban y levantaban pancartas atiborradas de mensajes de amor. Por las tardes, cuando Ramón iba a tomar una cerveza con sus amigos, la mesera servía el pedido, que siempre iba “por cortesía de la casa”. Por las noches, cuando Ramón se sentaba en la banca del parque del barrio a charlar con sus amigos, sus admiradoras pasaban en coche o a pie y le enviaban besos con las manos. Ramón sabía de su encanto natural y lo explotaba al máximo, por eso nunca tenía novia. En el barrio decían que tenía corazón de condominio; y era cierto, Ramón tenía un lugar dentro de él para cada pancarta, para cada beso aéreo o cada cerveza gratis.

Rocío era una mujer sumamente atractiva. Sus piernas largas sostenían un cuerpo perfecto y su cabello era el marco ideal para un rostro inigualable. Era alta, muy delgada y por demás elegante. De personalidad soberbia, se rodeaba de gente que estuviera a su altura, y nunca, nunca, hablaba con gentuza. Tenía exclusividad en todas las discotecas de la ciudad y disfrutaba de todos los VIP en cualquier evento. Era una mujer inalcanzable; profundamente inalcanzable.

Estudiaba modelaje, ballet, inglés y francés. Amaba viajar y renovar su guardarropa en Nueva York. El primer jueves de cada mes iba a la estética y cambiaba su imagen, la cual se convertía siempre en el patrón a seguir entre sus amigas. Siempre estaba al último grito de la moda y por eso era envidiada por todas las mujeres que la rodeaban. Siempre a dieta, siempre esbelta, siempre guapa, así era Rocío.

Igual que a Ramón, le gustaba ser admirada. Compartía con él el gusto por la moda y siempre se mantenía al tanto de los avances y las evoluciones del mundo de la fashion. Sabía de su encanto natural y lo explotaba al máximo; e, igual que Ramón, gozaba de los elogios de los demás.

Una tarde Ramón fue a la estética del barrio, quería cambiar su look a pesar de que éste era muy efectivo con las chicas. Hojeó las revistas que se encontraban en la mesita de la sala de espera y encontró la página ideal: era la número 56 y en ella había un tipo con el cabello decolorado. Era de tez muy blanca y tenía una frente perfecta. Lucía un corte sencillo; rapado de los lados y una mohicana, tipo cresta rubia, que se extendía por todo el centro de la cabeza hasta la nuca. Ramón se detuvo en esa imagen y la eligió para sí. La estilista, entre suspiro y suspiro, se dedicó a cortar poco a poco, detenidamente, para alargar aquel mágico momento. Terminada la tarea, se vio al espejo; sonrió satisfecho y salió a la calle; quería comerse al mundo de un sólo bocado. Caminaba como todo un valiente, cavando con sus pasos el surco por el que se conduce la vida. En la esquina de la calle de la estética se encontró con sus amigos y juntos fueron a dar un paseo.

Por la ventanilla del camión en el que iba vio a Rocío; estaba parada afuera de un restaurante e impaciente observaba el reloj. Se quedó sin aire, absolutamente mudo y confundido. Simplemente era hermosa, encantadoramente hermosa. Sin pensarlo un sólo segundo se bajó en la esquina siguiente y caminó hacia ella. Estaba dispuesto a comerse el mundo de un sólo bocado y ésta era su mejor oportunidad. Cuando estuvo a tres metros de ella, pasó una mano por su mohicana nueva y respiró profundamente. Se acercó poco a poco, como un caimán a punto de cazar a su frágil presa. Sus piernas se movían sigilosas dentro del blanco pantalón y sus zapatos de charol, igualmente blancos, hacían las veces de un silenciador en un arma a punto de ser disparada. Cuando estuvo a sólo un metro se tronó los dedos, volvió a pasar una mano por su cabello, ahora rubio, y tomó fuertemente la cara de Rocío. Introdujo la lengua en su boca y recorrió con ella cada ángulo interno. Rocío se quedó fría, pero, cuando por fin reaccionó, intentó zafarse como pudo. Levantó su rodilla y golpeó fuertemente a Ramón en los bajos. Este cayó al piso por el intenso dolor mientras recibía unas cuantas patadas en la espalda. Ahí, tirado en el piso, intentaba comprender lo que estaba sucediendo. Entonces llegó un auto que se detuvo para buscar a Rocío. Una gran muchedumbre se conglomeró alrededor de Ramón, que continuaba tirado con las manos entre las piernas. “¡Es él! ¡es él!” gritaba Rocío enardecida, y sus amigos se bajaron aprisa del auto. A puntapiés llevaron al dolorido Ramón tres cuadras hasta dejarlo tirado en un pequeño callejón. Regresaron por la chica, la abrazaron y después partieron rápidamente por la avenida.

Esa tarde Ramón no sólo perdió tres dientes; esa tarde Ramón perdió también parte de su inocencia. Con los pantalones grises regresó a su barrio. Pasó mucho tiempo para que volviera a sonreír, pues sus dientes de porcelana tardaron tres meses en estar listos para el reemplazo.
Fotografía: Eugenio Recuenco

Noemí Mejorada at 1:08 AM

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Tuesday, March 04, 2008

Historias de la insulsa muerte: el caso de Rebeca, Jaime y el transporte colectivo


En el parque de la ciudad…

Rebeca se encontraba plácidamente sentada en la banca de un parque, tenía las piernas cruzadas, los brazos también, y la mirada perdida en los diversos colores de las flores del jardín. Jaime la observaba desde la acera de enfrente, detrás del cristal de un café. Rebeca no había notado su presencia porque la mirada de Jaime no era de alto impacto como otras; pero sí muy insistente, así que pasaron varios minutos hasta que ella sintió la extraña atracción de una especie de imán que la hizo voltear hacia él.

A lo lejos vio a Jaime directo a los ojos y fue entonces que se dio cuenta de que él la observaba. Su postura era un poco relajada, se había dejado llevar por la tranquilidad inspiradora de los colores y olores del jardín y la joroba que se le había formado en la espalda aminoraba sus atributos estéticos. Se observó discretamente y, procurando que el movimiento no fuese brusco, sino todo lo contrario, con cadencia y desenvoltura, enderezó el cuerpo. Acomodó su largo cabello en un movimiento lento, y comenzó a mirar a su alrededor, esquivando la mirada de su espectador silencioso, mientras se concentraba en verse linda. Jaime sintió en ese momento una ternura desbordada, porque el esfuerzo de Rebeca era conmovedor y bastante obvio: buscaba agradarle. Y es que a Jaime siempre le había parecido muy gracioso el coqueteo con desconocidas; disfrutaba los esfuerzos que las chicas realizaban para ocultar sus imperfecciones naturales (ocultar sagazmente la pancita, levantar sensual y discretamente el busto, mojarse los labios con su propia saliva o untarse lo más sexy posible lipstick), y posar cual modelo de pasarela. Así que cada vez que tenía oportunidad de incitar a alguna a hacerlo, no la dejaba pasar por nada.

Ninguno de los dos se movió de su lugar durante un largo rato; Jaime permaneció en la mesa de aquel café disfrutando del placer de observar atento a Rebeca, estudiando cada uno de sus movimientos. Pensaba que si algún día pudiera conocerla, quizá por casualidad, podría echarle en cara ese día, decirle algo así como “¡qué bien posas, casi, casi como si tuvieras enfrente una cámara fotográfica!”, reírse, y hacerla reír. Rebeca también se quedó estática en la banca del parque porque disfrutaba el hecho de estar siendo observada, permaneció sentada frente a aquella cafetería porque le parecía bastante divertido ese juego de miradas silenciosas.

Rebeca movió lentamente la pierna derecha para cambiar de posición y cruzar la izquierda, y de paso aprovechó para sacar su lápiz labial y pintarse la boca sin dejar de observar a su atento admirador. Entonces Jaime le dio un trago a su café que ya se estaba empezando a enfriar y se imaginó un apasionado beso con ella. Inevitablemente sonrió, gesto que correspondió amablemente ella desde su sitio.

A partir de ese momento Jaime no dejó de sonreír, ya que Rebeca, en verdad, le parecía muy graciosa. Rebeca, por su parte, continuaba imparable en sus esfuerzos por verse bien y seducir con sus discretas artimañas a aquel guapo desconocido. Pero el tiempo no se detiene, y la temperatura del café agonizante de Jaime hizo que éste recordara que ya había pasado un buen rato desde su llegada a aquel establecimiento. Miró el reloj que se sujetaba con fuerza de su muñeca izquierda y comprobó que se le había hecho tarde. Bebió el último trago de café y se dispuso a guardar sus cosas: una pluma, un cuaderno de notas y un periódico. Rebeca sintió como si miles de mariposas revolotearan en su estómago porque pensó que Jaime se iba a atrever a acercarse. Pero no lo hizo; se levantó de la mesa, pagó la cuenta y salió del café. No volteó a verla, caminó de largo con el periódico bajo el brazo; preocupado por la hora y sin caer en la cuenta de que estaba siendo descortés con aquella linda chica. Entonces Rebeca le lanzó una mirada de pistola, pero Jaime no se dio cuenta porque iba apresurado a su cita. Rebeca, con un sentimiento de indignación atorado en la garganta, se levantó de golpe y caminó rumbo a su casa. Mientras clavaba rápidos sus pasos en el frío concreto pensó que así eran todos los hombres. Llegó a la esquina y, hundida en sus pensamientos, involuntariamente, se dispuso a cruzar la calle.

La prensa adjudicó su muerte a la ola de atropellamientos que había sacudido a la ciudad en la esquina de las avenidas 1 y 5 de la zona centro; cruce peligroso por las irregularidades en la instalación del sistema de señalamiento que, en lugar de fungir como una guía clara y precisa, confundía al conductor; así como al descuido de los choferes del transporte colectivo, los cuales manejaban “como si llevaran animales de carga”; decía el periódico al día siguiente del trágico incidente. Nadie, nunca, descubriría el verdadero móvil del asunto, porque Jaime paseaba ya por otros rumbos.



Fotografía: Eugenio Recuenco

Noemí Mejorada at 10:06 PM

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