Tuesday, October 14, 2008
Mátame

El cielo estaba todo gris y la lluvia caía en un torrente casi apocalíptico. Los árboles se mecían impulsados por un viento helado y daba la impresión de ver sus ramas rozando el piso. Ese viento, en la libertad más absoluta, se había puesto a silbar. Y silbaba tanto, que daba miedo escucharle de cerca. Estar ahí, sentirlo tocar el cuerpo, era algo parecido a saberse inherente a su fría oscuridad; como haber pertenecido desde siempre a ella.
El cableado de la electricidad de la calle había hecho corto circuito y lanzado una gran cantidad de chispas debido al contacto con un rayo que había caído del cielo, como luz de bengala. En medio de la oscuridad, la explosión hizo las veces de un gran fuego artificial iluminando una noche de fiesta; una fiesta llena de ausencias, pues nadie estuvo ahí para apreciarla. Nadie estaba cerca. Era de noche y la calle yacía solitaria. La puerta de la gran fábrica abandonada parecía haber estado cerrada desde siempre; olvidada en su grisácea existencia. Incluso las casas daban la impresión de estar solas, de tener un millón de años en una soledad entera.
Por las calles corrían riachuelos. Bajaban por los batientes y se escurrían directamente en el piso de concreto tal y como lo hacen los ríos que corren sobre rocas bajando una pendiente peligrosa; como la fuerza de una corriente empecinada en recorrer la noche. Los automóviles estacionados permanecían mudos; eran como grandes sombras estorbando a la vista. Por fortuna nadie estaba cerca, así que pudieron quedarse así de quietos sin restarle visibilidad al paisaje. Todo era nubloso, todo era parte, ya, de la lluvia.
La permanencia de la gran sombra que se había apoderado de la calle completa sólo se modificó cuando un par de luces amarillo ocre se dejaron diluir en los riachuelos del piso. Provenían de un auto que se acercaba a 40 kilómetros por hora. El color verde opaco que engalanaba al auto se perdió de inmediato entre la negrura del ambiente convirtiéndose, inevitablemente, en una sombra más. Había dejado atrás la última farola con vida, junto con su color natural. Se detuvo frente a la fábrica, apagó el motor y guardó el más cauteloso silencio.
La tormenta no cesaba y el cielo se oscurecía cada vez más. La fábrica estaba empapada; las sombras de los autos, también. Todo era lluvia, todo era agua. Dentro del auto que acababa de estacionarse se encontraba un hombre. Estaba sentado frente al volante y vestía un traje gris oscuro y corbata tinta con líneas negras, muy delgadas, que atravesaban la tela de manera transversal. Calzaba unos zapatos de charol negro y su camisa blanca lucía una higiene envidiable. No traía puesto el saco pues al parecer dentro del auto hacía un clima agradable. Sería, sin duda, el aire acondicionado. Observaba detrás de los cristales empañados. Esperaba.
La lluvia seguía cayendo fuerte haciendo un ruido como de fin del mundo. Dentro del auto sonaba Rain Dogs en perfecto juego con la noche. Entonces el aullido lejano de un perro callejero se mezcló con el sonido del aire caliente circulando en el interior del auto. El hombre sonrió, sacó un peine del bolsillo de su pantalón y lo pasó por su cabello recién lavado.
Después de veinte minutos de espera arribó un segundo auto. Su luz iluminó un fragmento de calle lo suficientemente amplio como para permitir que el hombre de la corbata tinta pudiese observar con atención su llegada. Éste se preparó para salir, no sin antes esperar a que el nuevo automóvil se estacionara por completo. Observó de lejos, con los ojos muy atentos, con la boca contraída en una mueca. El hombre que llegaba bajó del auto y con una bolsa de plástico intentó cubrirse un poco de la tormenta. Se dirigió a la cajuela, la abrió, y metió la cabeza en ella. Al parecer buscaba algo. Fue entonces cuando una mano cerró con fuerza la portezuela golpeándole el cuello y la nuca. Su garganta se destrozó casi por completo impidiéndole respirar libremente. Cayó al suelo. Con sus manos intentaba ayudarse a respirar, apretandose el cuello. Fue por eso que no pudo detener los golpes que comenzó a recibir en todo el cuerpo. Su atacante lo pateó por todos lados hasta dejarlo inmóvil. Tirado, comenzó a llorar mientras pedía, con mucha dificultad, piedad. Con la bolsa que había quedado tirada en el piso, le cubrió la cara presionándola con mucha fuerza. La asfixia invadía ya por completo el cuerpo inmovilizado; sólo un ligero movimiento del pie izquierdo actuó a manera de defensa; pero era inútil. Poco a poco, el cuerpo fue cediendo. Finalmente, un disparo certero sobre en el rostro consumó el destino de aquella noche. Con una de sus manos -pues la otra sostenía aún la pistola-retiró el plástico ensangrentado y lo enjuagó en el riachuelo que corría a su lado.
La calle volvió a quedar vacía luego de que el cuerpo inerte fuese retirado de la escena para ser introducido a la cajuela que ya lo esperaba con las puertas abiertas. Fuera de la fábrica lo único que pudo observarse después fue la sombra de un auto estacionado. La lluvia comenzaba a cesar. Con el peine que había guardado en el bolsillo del pantalón, el hombre de corbata tinta se peinó el cabello ahora empapado. Guardó la bolsa de plástico en su auto y se trepó en él; Rain dogs seguía sonando. Arrancó y partió. Después de todo, esa era una fiesta llena de ausencias y ahí no había nadie para festejar con él la pulcritud con la que había llevado a cabo su tarea. Se detuvo un instante, sacó las manos por la ventanilla y las lavó con el agua de lluvia. Sus pecados estaban perdonados, incluso antes de ser cometidos, lo sabía, siempre lo supo. Con una sonrisa en los labios, aceleró; subió el volumen y se perdió en la oscuridad de una tormenta que estaba ya por terminar, igual que la cajetilla de cigarros que yacía en la guantera. ¡Era cierto, había que hacer una parada antes de llegar a casa, comprar una nueva!… o no, quizá lo haría al día siguiente… después de haber leído el diario.
Foto: Eugenio Recuenco