Thursday, May 29, 2008

Ésta no es una historia de amor: o de la noche en la que un montón de posibilidades se fueron por una sucia coladera


Cruzó la calle brincando charcos pues acababa de cesar una fuerte tormenta. Su paraguas rosa le tapaba desde el cabello hasta la nariz y observaba atenta el piso de cemento. Intentaba no caer. Intentaba, cuando de pronto una luz pegó de frente a sus pies. Era un taxi amarillo con una luz medio ciega, amarilla también. Y al volante se hallaba un joven. La profunda cavidad del paraguas que llevaba para protegerse de la lluvia, que en ese momento era ya como un ligero tintineo, no le había permitido ver bien que el semáforo estaba en luz verde y que debió haberse detenido antes de cruzar la calle. El taxi avanzaba a 40km/h y tuvo tiempo de frenar sin siquiera rozar la falda de la chica que en ese instante se encontraba de pie junto a su defensa delantera.

Ambos se quedaron quietos, el joven del volante y la chica del paraguas. Y era una quietud de movimiento y de sonido. Una quietud de palabras y de respiros. Ella levantó lenta y casi imperceptiblemente el paraguas dejando ver su par de ojos castaño. Estaba temblando de frío y de susto, y eran unos ojos muy hermosos. Él, acercó el rostro para observar mejor. Era de noche y las luces del auto no ayudaban mucho; aparte la lluvia pasada había dejado como herencia tras de sí, un parabrisas medio sucio y medio mojado. Ella miraba también hasta que encontró entre la negrura de la noche la cara intrigada que la observaba. Quiso moverse, pero no pudo; y esta vez no era el temblor que producía su cuerpo por el frío lo que le impedía realizar movimiento alguno. Era otra cosa, era aquel rostro. Sus miradas se cruzaron y en el aire se desató algo que no era ni la lluvia, ni el frío de aquella noche. Era una especie de amor, y la noche comenzaba a tornarse intensamente maravillosa.

Pasaron quince segundos y no hubo cambio en el ambiente; pasaron veinte segundos, y la quietud se hacía cada vez más plena. El temblor de su cuerpo se aligeraba en la medida en la que el tiempo se desgajaba sobre ella, y sintió que estaba viviendo la más maravillosa escena de amor; la más insuperable imagen romántica. Los segundos seguían corriendo, mientras tanto, sentía como si éstos se sintonizaran con los latidos de su corazón.

Pasaron treinta, cuarenta, cincuenta segundos de oscuro silencio. Entonces el joven del volante lanzó al viento unos fuertes apretones de claxon. Arrugó la frente y se le veía realmente molesto. La chica dio un brinco enorme; soltó el paraguas, y éste cayó al piso. El joven, a partir de ese momento, no dejó de pitar, y como la chica no se movía, comenzó a acelerar el auto. Asustada sintió que algo la jalaba hacia un lado: era algo similar a la inercia o a una especie de sentido común involuntario, pues sus piernas estaban completamente paralizadas.

No cabe duda que a veces la vida nos juega mal. El chico del volante pensó una serie de barbaridades entre las que se encontraban las siguientes: “¡pinche vieja loca! ¡cruzarse sin ver!” y “¡y aparte se queda ahí paradota!”.

Ella había deseado esa noche estar dentro de la profunda cavidad del paraguas acompañada por aquel extraño joven; y navegar, por el delicado río de agua de lluvia, abrazada a él. Se había enamorado de sus ojos. En cambio, y lejano a aquel sueño, sucedió que el taxi avanzó y, al pasar a su lado, levantó con la llanta un rocío de agua sucia que le empapó hasta la cara. Entonces ella, con el rostro volteando al piso, exprimió su falda en una coladera sucia. Levantó el paraguas del piso y caminó sin volver a dar ningún brinco. Arrastró los pies y los hundió en los profundos charcos.

Esa noche navegó por un río de aguas oscuras y solitarias, mientras la noche caía de golpe sobre la ciudad. En la coladera se quedaron los restos de una imagen rota en mil pedazos. Junto a ella, un montón de basura intentaba evitar el paso del vasto río que viajaba en dirección al submundo en el que habitan las aguas negras.


Cuento dedicado a todos aquellos paraguas que he perdido y después, olvidado.
Cuento dedicado también al paraguas rosa de Sirako, el cual, ha de extrañar solitario las lluvias constantes del verano...



Fotografía: Eugenio Recuenco

Noemí Mejorada at 5:48 PM

7comments

Thursday, May 22, 2008

De cuando Lady Mary desafió a la muerte el día en que ésta se apareció inesperadamente



Lady Mary salió de su casa y tomó el sendero que la conduciría a la galería del bosque de la ciudad. Entre los melodiosos cánticos de un montón de aves de colores que buscaban desesperadas un lugar en las ramas de los árboles para poder dormir, Lady Mary subió y bajó por la colina. Llevaba un largo abrigo negro y el cabello recogido con un elegante broche de plata. Era de noche.

La galería era una construcción redonda tipo modernista que habían decidido colocar en medio de un espeso bosque. Los amigos de Lady Mary eran todos curadores de arte y esa noche harían una fiesta en honor a un importante artista que venía llegando desde Londres. Éste excéntrico inglés era uno de los más prestigiosos artistas del siglo XXI, y sus instalaciones atiborraban de públicos ansiosos todas las galerías alrededor de Europa y del mundo. Lady Mary lo había visto en revistas y por televisión, y amaba su obra. Así que se apresuró para no llegar tarde y así poder conocerlo en persona. Encendió un cigarrillo, se envolvió en la oscuridad de su largo abrigo y tomó camino. Aspiraba en bocanadas el humo de su cigarro y caminaba sin perder el rumbo.

Entre los arbustos y detrás de los ensombrecidos árboles se encontraba, siguiendo a Lady Mary, un ladroncillo de poca monta. Era muy delgado y no tenía un solo diente. Dos grandes bolsas colgaban de sus ojos cansados y una mirada perdida intentaba insistente no desviar el rumbo. La seguía de cerca, guiado por el brillo de la plata que emanaba del broche de su cabello. Se internó lentamente en la espesura del bosque mientras Lady Mary apresuraba el paso. Aseguró contra su costado una pistola que cargaba en el bolsillo de un sucio abrigo gris mientras una sonrisa desdentada se abría paso entre las comisuras de su boca.

Lady Mary encajaba los tacones puntiagudos en la tierra húmeda y con un poco de trabajo seguía adelante. El ladroncillo de poca monta aplanaba con sus sucios zapatos la tierra que los tacones de Lady Mary dejaba suelta por ahí después de haberse hundido en el suelo terregoso y haber salido dificultosamente de él. Muy de cerca, caminaba muy de cerca. Pero Lady Mary no volteó jamás hacia atrás. Quizá fue por eso que nunca se dio cuenta de que un día, mientras cruzaba el bosque tranquilamente, intentó ser asesinada y que, aquel intento de asesinato, fue motivado por el soberbio broche de plata que su hija mayor, Anne, luciría feliz el día de su boda.

Podríamos decir que el delgado ladroncillo era un hombre sin escrúpulos; un verdadero sin vergüenza. Y que nunca, en toda su vida, había dudado en matar a alguien si el fin era robarle al muerto lo que fuera. Esa noche, el brillo color mercurio que se escapaba sin cautela del cabello de Lady Mary había sido motivo suficiente para creer que la muerte era necesaria y hasta merecida por aquella chica. El ladroncillo de poca monta, era de aquellos que están seguros de identificar a simple vista a quienes están marcados por el signo de la muerte; es decir, era de la clase de hombre que se piensa verdadero poseedor de un conocimiento supremo en el cual se encuentra contenido el invisible designio de la misteriosa hora final. Según éste frívolo asesino, éste era el caso de Lady Mary, quien, afortunadamente, nunca se enteró que aquel ladrón leyó un mortal mensaje en ella; por ello nunca sintió a la muerte pisar sus pasos aquella oscura noche mientras se dirigía a una exposición de arte inglés.

Subieron y bajaron la colina; pasaron por debajo de altos y frondosos árboles; surcaron los límites del bosque para evadir los peligros de la oscuridad de la noche y se internaron de nuevo cuando el bullicio de la gente en la galería se comenzó a abrir camino entre el silencio de la naturaleza dormida. Lady Mary sintió que una luz muy tenue se dejó caer por todo su rostro y tuvo que arrugar la frente, pues en la medida en la que caminaba y se acercaba, ésta se hacía cada vez más fuerte. Sólo cuando estuvo a siete metros de ella se percató de que provenía de uno de los reflectores que habían colocado a la entrada de la imponente galería circular. Puso una mano en su frente para cubrir sus ojos de los efectos del reflector y ver mejor a quien salía de la galería para recibirla. Era su amigo John. John había sido el promotor principal de la fiesta de aquella noche, y cuando vio a la chica salir de entre la negrura del bosque se dio prisa para encontrarse con ella y acompañarla hasta la recepción. Se dieron un abrazo y un beso en la mejilla y entraron del brazo. El ladroncillo de poca monta giñó un ojo, ademán que era producto de un inevitable tic nervioso, y esperó tras el enorme tronco de un árbol el momento perfecto -que sería cuando Lady Mary se encontrara aparte de los demás- para dispararle un certero tiro en la cabeza y extraer el broche de plata de su cabello.

John ofreció a Lady Mary un martini seco. Charlaron y fueron a donde se encontraba el centro de atención de la noche: el excéntrico artista inglés. Lady Mary puso su mejor rostro, se quitó el abrigo negro de encima, y dejó lucir un bellísimo vestido color plata que hacía juego con el soberbio broche. Acaparó pronto la atención del artista. Su rostro era perfecto, sus piernas, largas y esbeltas y sus ojos brillaban a la par de las tonalidades plateadas que emanaban de todo su cuerpo.

El artista la invitó a salir. Ella accedió. Bebieron dos martinis y charlaron largo rato afuera. Entonces la bebida se terminó y el excéntrico artista inglés se ofreció a ir por más. Entró en la galería dejando a Lady Mary sola. El ladroncillo de poca monta sonrió malévolamente y se acercó casi a rastras. Sacó la pistola del bolsillo, colocó el silenciador en ella, y disparó un tiro. Mientras tanto, Lady Mary observaba atenta la omnipotencia de la natualeza dormida, y pensaba en lo que podría sentir un hombre al ser abandonado en ella. Suspiró, pasó una mano por su cabello y desprendió sin querer el broche. Éste cayó al piso. Entonces Lady Mary se agachó para levantarlo. La certera bala se convirtió en un barco en pleno naufragio, y pasó por encima de la cabeza de la chica. El ladroncillo de poca monta estaba que no creía lo que acababa de suceder. Su mirada se encontraba indudablemente perdida, igual que el inútil tiro que había disparado, el cual, en ese momento, era ya cosa del pasado.

La profunda tranquilidad del sueño del bosque se vio interrumpida cuando un grupo de aves de colores emigraron espantadas de un árbol a otro después de que una bala perdida hubiera golpeado fuertemente una de las ramas en las que dormían serenas. Lady Mary pensó entonces que la natualeza le hablaba con una armonía sublime de coloridos cánticos. Sonrió. Colocó el broche en su sitio y tomó el martini que el excéntrico artista inglés le extendía con una sonrisa en el rostro.

El ladroncillo de poca monta seguía sin poder creer el hecho que acaba de acontecer; y lamentó haber cargado con una sola bala el cartucho de su pistola.

Aquella noche la muerte estaba de lección. Por eso hay quienes afirman que nadie debe pretender saberlo todo acerca de ella.

Cuento dedicado a Lino Fontana, el más grande ladrón que ha existido sobre la faz de la tierra a lo largo de todos los tiempos.

Fotografía: Lilya Corneli

Noemí Mejorada at 4:41 PM

10comments

Sunday, May 04, 2008

El hombre número uno



El hombre número uno salió de su trabajo para ir al baño de vapor. Ahí presumió a todos que esa mañana había sido el primero en llegar a la oficina, el primero en saludar al jefe, el primero en terminar de desayunar y el primero en entregar el informe del día. Todos los compañeros de baño se miraron entre ellos e ignoraron sus presunciones. El hombre número uno se dio prisa, pues no quería ser el segundo en nada, salió del baño, se secó mientras caminaba al vestidor y partió a su casa.

En la calle, el tráfico era un verdadero caos. Los semáforos se habían descompuesto y los automóviles se lanzaban en una lucha intensa por pasar primero. El hombre número uno, ansioso por ser siempre el que quedara al frente de los demás, encendió una sirena que había instalado ilegalmente a su carro y, usurpando un cargo que en definitiva no era el suyo, pasó cual patrulla en plena persecución. Todos le abrieron paso; se adelantó y, contentísimo, apretó el claxon varias veces para festejar. Se internó en el pausado transcurrir de las callejuelas de su colonia y se estacionó frente al cancel de su casa.


En el justo momento en el que arribaba y pretendía bajar del auto, María, su esposa, llegaba también. Iba cargada de tres pesadas bolsas de supermercado y en su cara se reflejaba el cansancio de haber caminado mucho. El hombre número uno la vio, tomó su portafolio con presteza, y bajó del auto acelerando el paso. En la puerta se la topó de frente y, con un leve empujón, la sacó del camino. Corrió, abrió un poco desesperado el cerrojo con su llave, y entró en la casa antes que ella. María no se sorprendió en lo absoluto y tranquilamente siguió su camino hasta la cocina. Estaba acostumbrada a las prisas de su marido. Limpiándose el sudor de la frente, subió las escaleras hasta su recámara y se tiró en la cama.

El hombre número uno estaba gustoso de no haber sido el segundo en nada en el transcurso de ese día, sin embargo, una preocupación le daba vueltas en la cabeza. Dedicó toda la tarde a buscar una solución para aquel problema; se propuso idear la trampa perfecta para hacer que Gómez, su compañero de oficina, faltara al día siguiente a trabajar.

Y es que sucedía que el hombre número uno había recibido una llamada de su madre la tarde anterior. Le pedía que la llevara a realizarse unos análisis urgentes al laboratorio de análisis médicos y que no podía esperar: Hijo, me siento muy, muy mal, el doctor me mandó hacer unos estudios, es urgente, no puedo esperar. La cita era a las ocho de la mañana, hora a la que, el hombre número uno, entraba a trabajar. Naturalmente, no podía negarse, era su madre quien estaba necesitada de su ayuda, sin embargo, no había sido jamás el segundo en llegar al trabajo y encender la computadora de la oficina. Entonces pensó que no podía perder el lugar que con tanto esfuerzo había ganado (esfuerzo que sólo él notaba ya que ningún otro compañero, ni el jefe mismo, prestaban mucha atención en el asunto), y pensó también en Gómez. Toda esa tarde, mientras su mujer cosía la ropa desgastada, pensó en Gómez: si no podía evitar la entrada de todos al edificio, sí podía lograr que, al menos, nadie entrara antes que él a su oficina.

Se acercó a la ventana, miró a través de ella, y entonces se imaginó el rostro regordete de Gómez. Sintió mucho odio hacia él y, en su imaginación, (que era abundantemente creativa), le apretó el cuello hasta asfixiarlo. Caminaba de un lado a otro, veía a su madre y luego a Gómez, a su madre y luego a Gómez. Y cada vez que éste último aparecía, el hombre número uno le asesinaba de una manera diferente: con un pica hielos, un cuchillo o un encendedor y gasolina. Y cada vez que Gómez caía al suelo muerto, el hombre número uno sonreía oscuramente. No había duda alguna, éste era un asunto de vida o muerte.

Acercó una silla a la ventana y se sentó allí para pensar mejor; tanta caminata alrededor de la sala le estaba comenzando a marear. Con la cabeza baja, los codos sobre las rodillas y las manos apretando fuertemente los ojos, sintió que un foco se encendió en su cabeza. Había llegado la luz ¡por fin! Era simple, muy simple. No había más que levantar el auricular y expulsar su mordaz veneno, cosa que no dudaba en lo absoluto, pues la moral y el remordimiento eran sentimientos que no actuaban en él mientras se tratara de defender el primer puesto.

Escribió en un papel lo que diría para no perder detalle; tomó con las manos firmes el teléfono y marcó decidido el número de la casa de Gómez:

- ¿Bueno? ¡Hola Gómez, queridísimo hermano! ¿Qué tal va tu tarde eh?
- Hola, ¿qué tal? Pues va, va, que ya es ganancia. ¿Qué se te ofrece amigo?
- ¡Ah, si! mira Gómez, lo que pasa es que justo en este momento acabo de recordar que tú y yo, tenemos pendiente un asunto importantísimo.
- ¡Ah caray! ¿cuál asunto hermano?
- ¡Gómez, Gómez… andas volando entre nubes viejo! Mira; no sé si recuerdas, me imagino que no, aquel proyecto que nos encargó el jefe hace tiempo… el de las vías del tren; ¿si te acuerdas?, no ¿verdad? Ah, pues es para mañana Gómez, estoy viendo el calendario en este instante; aquí está la fecha: 12 de Marzo Gómez, de éste año por supuesto, ja, ja, ja. El jefe lo quiere a primera hora.
- Oye pero… ¿estás seguro? Yo tengo entendido que es para el viernes…
- ¡No Gómez! ¡Mira nada más que despiste el tuyo, caramba! Gómez, es para mañana a primera hora, no podemos fallar. Es sólo que… siempre hay un pero hermano, un obstáculo ¿no es así Gómez? estarás de acuerdo conmigo ¿no?…siempre. Pues ésta vez no es la excepción. Fíjate que ayer me llamó por teléfono mi madre; dice que necesita que la lleve a hacerse un chequeo médico, ¿tú crees Gómez? justo mañana a las 8:00 de la mañana que tenemos éste importante compromiso. Ya estuve revisando yo el proyecto, ¡no he parado de trabajar Gómez! y pues… me di cuenta de que hacen falta las fotografías del tren pasando por el lugar éste, ya te acordarás ¿no? “el lugar de la discordia”; el caso es que me dije: “qué tal si mi buen amigo Gómez lleva a mi madre al médico mientras yo tomo las fotografías”. Y nos vemos un poco después en el trabajo, llegarás tarde hermano, yo lo sé, pero no serás el único, yo también llegaré tarde; es más, quizás después que tú. ¡Quién sabe Gómez!
- Oye, pero si quieres puedo ir a tomar las fotos yo…
- ¡Ay Gómez, Gómez! No. Gómez, admitámoslo, soy mejor con la cámara que tú. No te ofendas amigo. Mira, lo único que quiero y busco es el bienestar de ambos, podemos proponerle al jefe un aumento con éste trabajo, o un ascenso… Gómez, imagínate, ¡un ascenso!
- En ese caso, supongo que tienes razón.
- ¡Si Gómez, claro que tengo la razón! Mi madre te estará esperando en su casa a las 7:30 de la mañana. Sé puntual ¿si? Yo, mientras tú llevas a mi madre, haré plantón en las vías de ese tren hasta que logre tomar la fotografía ideal. Si llegas antes que yo a la oficina (y en este momento el hombre número uno tapó la bocina para carcajearse hasta llorar) ay perdón Gómez, se me atoró una pepita en la garganta (y fingió toser un par de veces), bueno, te decía, que si llegas tú, antes que yo, le expliques al jefe por favor en dónde estoy. Verás que quedaremos muy bien en el trabajo. Oye, ¡pero eso si eh Gómez! no se te ocurra llamar a la oficina para decirle al jefe que llegaremos tarde. Porque mira Gómez, existe la posibilidad de que no lleguemos tarde, o sólo un poco y que no se den cuenta; y si llamas o llamo, ¡nos ahorcamos solos eh! sólo en el caso extremo de que lleguemos verdaderamente tarde, entonces ya le explicamos al jefe lo ocurrido. ¿Estamos Gómez?
- Bueno hermano, pues como tú digas. Mañana estaré a las 7:30 en casa de tu madre.
- Obsidiana # 225. Colonia Valle Verde. El laboratorio es el de Análisis Generales de Occidente. ¿Lo conoces?
- Si, por supuesto, no te preocupes, y toma bien esas fotografías ¡eh! ¡como sólo tú sabes!
- Claro Gómez, claro… verás que pronto estaremos en la cima, los dos; ¡suerte mañana!

Colgaron y una risa ahogada se liberó de la garganta del hombre número uno. Moría de risa, simplemente moría. Y las lágrimas se le escurrían burlescas por la cara. Hasta que el estómago le dolió tanto que tuvo que contenerse por un rato. Luego soltó las carcajadas de nuevo. Poco después se calmó; pero cada que vez que recordaba la llamada, volvía a empezar: reía, se ahogaba, lloraba, se contenía y volvía a reír. Aun, de noche, el hombre número uno ahogó su risa en la almohada varias veces, hasta que su esposa María prendió la luz de la lámpara y le pidió de favor que se pusiera serio, pues no podía dormir y al día siguiente le esperaba una larga jornada. Fue entonces cuando el hombre número uno se tapó con las sábanas hasta la nariz e intentó dormir. Esa noche tuvo un sueño placentero.

A la mañana siguiente, Gómez se despertó muy temprano. Se metió a bañar, cantó en la regadera, se vistió, se anudó la corbata y se preparó un café. Salió de su casa a las 7:00 de la mañana pues no quería hacer esperar a la madre del hombre número uno y arrancó tranquilamente en su auto.

En la silla que se encontraba a la entrada de la casa número 225 de la calle Obsidiana, la mujer estaba sentada y lista. Gómez se bajó del auto, tocó el timbre y ella salió de prisa.

- Hola muchacho, tú debes ser Gómez. Eres muy amable en venir por mí. Fíjate que no sé qué es lo que traigo, me he sentido mal últimamente. ¿Puedes cargar esto por mí?

Y le dio un pequeño frasco de vidrio que contenía un líquido caliente en su interior.

- Es la orina mijo, tengo que entregarla para que le saquen análisis. No quiero que se me vaya a tirar. Cuídamela bien.
- Si señora, claro –dijo Gómez un poco asqueado, y tomó el frasco con las puntas de los dedos sin siquiera mirarlo-.

Subieron al auto y se dirigieron al Laboratorio de Análisis Generales de Occidente. En el camino Gómez no dijo mucho, fue la madre del hombre número uno la que acaparó la conversación con preguntas y más preguntas, al grado de hacer que Gómez pronto se sintiera incómodo e interrogado. La madre del hombre número uno “era una chismosa”, decían los vecinos de la colonia en la que vivía, ya que era experta en colarse a todas las casas buscando información confidencial para luego regarla por doquier. Gómez pronto pudo corroborar éste hecho pero, desgraciadamente, no pudo zafarse de ella. Gómez era un verdadero fracaso evadiendo hasta la pregunta más incómoda. Nunca podía decir que no a nada, así que mucho menos evadiría la conversación con aquella mujer. Soportó toda clase de preguntas, las que iban desde su condición sexual, hasta las que alcanzaban el tema de su salario. Y Gómez respondió a todo, y lo que fue peor, sin mentir.

Pasaron media hora arriba del auto hasta que Gómez se estacionó afuera del laboratorio. Ayudó a la mujer a bajar y la acompañó hasta la entrada.

- Señora, usted entre y yo la espero aquí afuera el tiempo que desee.
- Ay gracias hijo… espero no tardarme.

Y la mujer estuvo dentro cuatro horas y media. Mientras tanto Gómez, un poco desesperado, llamaba inútilmente al hombre número uno, quien, al ver en su teléfono celular el registro del número de su pobre compañero, hacía caso omiso.

El hombre número uno se había levantado de la cama a las 6:00 de la mañana, desayunó tranquilamente y salió a tiempo para llegar al trabajo veinte minutos antes de la hora de entrada. Abrió la puerta de su oficina, aspiró profundamente el olor a encerrado y encendió su computadora. Ahí jugó solitario hasta que comenzaron a llegar los demás empleados. Salió, saludó a todos con orgullo y aires de grandeza, y bebió pausadamente un delicioso café oscuro. A media mañana fue con el jefe, a quien ya había saludado con un fuerte abrazo antes que ningún otro, y le ofreció una taza de café. El jefe aceptó y el hombre número uno salió de prisa por él. De regreso, mientras caminaba por el pasillo, sacó su teléfono celular y marcó el número de Gómez:

- Hermano, que tal, ¿cómo te anda yendo?
- Ay amigo, pues tu madre aun no sale de los laboratorios. Hay mucha gente esperando desde mucho antes que nosotros. Pero dime, ¿qué ha pasado contigo?
- ¡Uf! Hermano, no sabes que día. En la mañana muy temprano, cuando ya iba yo camino a las vías del tren el jefe me llamó, ¿qué raro no? pues si Gómez, yo pensé lo mismo. Pero así fue. Me llamó para decirme que el proyecto se cancela.
- ¿Cómo? ¿El proyecto? ¿Nuestro proyecto?
-Así es Gómez, y pues me vine temprano a trabajar. Gómez, he estado intentando comunicarme contigo y no enlaza la llamada. Creo que algo le pasa a nuestro teléfono de la oficina. Ha de ser el cable otra vez.
-Pero, oye, le explicaste al jefe dónde ando, supongo, ¿le hablaste de nuestro acuerdo?
- No Gómez, ya sabes como es aquí. El jefe siempre está ocupado. Tiene toda la mañana encerrado en su oficina y no creo que salga pronto de ahí. Lo malo Gómez, es que creo que llegó antes que todos y se dio cuenta de tu tardanza. Pero mira hermano, no te apures ¿si? Lo vamos a arreglar juntos, ya que llegues. En cuanto te desocupes, llevas a mi madre a su casa y te vienes para acá.

Colgaron y el hombre número uno fue a hacer entrega del café caliente al jefe. No tenía un argumento fuerte en ese momento para justificar la tardanza de su compañero, y tampoco le importaba mucho, así que mejor se dirigió a su oficina y ahí se dedicó a hacer el informe del día. Sentado en la computadora se pasó dos horas enteras, dándose prisa y sin dejar de observar a Julio Medina, su compañero de área y vecino de oficina.

Julio Medina era uno de los mejores empleados de la empresa, el jefe le reconocía su trabajo a la menor provocación y, juntos, iban a comer varias veces al mes. Se podría decir que Julio y el jefe eran buenos amigos; y éste hecho colocaba en una situación de clara desventaja al hombre número uno. Para él, esto era una especie de piedrita en el zapato; y le molestaba pero, a la vez, por más que se había esforzado, no había logrado romper su entrañable amistad. Éste reto era para el hombre número uno, uno a largo plazo, pues sabía que le costaría mucho tiempo ganarse del todo a su jefe. Sin embargo no desistía, y el primer paso era, sin duda, lucirse cuanto le fuera posible.

Julio Medina era veloz con las manos, sobre todo cuando las posaba sobre el teclado de la computadora, y aparte era inteligente y capaz. El hombre número uno había hecho esfuerzos sobrehumanos durante mucho tiempo para ganarle siempre y entregar antes que él el informe del día. Se daba siempre prisa, se agitaba frente al monitor y sudaba. Y al final lo conseguía, e iba personalmente a la oficina del jefe a entregarle el trabajo antes que cualquiera. El jefe colocaba la carpeta en su escritorio y sobre ella apilaba las demás, dejándola siempre en el último puesto. Quizá era por eso que los esfuerzos del hombre número uno parecían no surtir un efecto claro y contundente.

Esa mañana, que se encontraba ya en su etapa final, sucedió lo que siempre; dio inició la competencia personal que el hombre número uno mantenía con Medina por la entrega del reporte del día: el hombre número uno escribía con rapidez; Julio Medina también. La distancia entre las computadoras de ambos era amplia debido a la pared que dividía a las oficinas. Por esta razón el hombre número uno no alcanzaba a distinguir quien llevaba la delantera. Se levantó y discretamente fue a la oficina de su rival. Se acerco a la computadora y pidió con una amabilidad hipócrita una engrapadora. Julio Medina le entrego en la mano el objeto solicitado y con una gran sonrisa palmeo en la espalda al hombre número uno, quien en ese momento sintió que la sangre se le subió a la cabeza: Julio Medina estaba a punto de terminar el reporte, ¿pero por qué? ¿Cómo era posible? Con la sonrisa más forzada que nunca regreso a su sitio. Su cabeza daba vueltas ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible? Entonces pensó en Gómez; y recordó lo ameno que conversaba con Julio todo el día. Claro, eso era, Gómez no estaba y Julio no perdía el tiempo platicando. Maldijo a Gómez; lo maldijo por toda la vida. Regresó a su silla y se puso a pensar. Tenía que hacer algo.

- ¡Julio, buen amigo! –gritó con fuerza desde su escritorio-.
- ¿Si? Dime, ¿qué se te ofrece?
- Disculpa que abuse de tu confianza, digo, si es que cuento con ella…
- Ay, por supuesto que sí, hasta la pregunta me resulta necia, dime, con toda confianza ¿que necesitas?
- Un favor. Necesito un favor. Medina, sucede que fui al médico hace tres días y el doctor me dijo que no debo hacer muchos esfuerzos porque estoy un poco mal de la pierna, es posible que me operen, y necesito llevar estos papeles al modulo de información. Es que… urgen. No sé si tú podrías hacerme el favor…
- Pero por supuesto, en un abrir y cerrar de ojos están allá. Pero dime, ¿qué es lo que le pasa a tu pierna?
- No se sabe, es posible que sea poliomielitis, el médico me ha hecho varios análisis pero aun no está seguro de nada. Yo rezo todos los días para que sea una cosa de nada. Espero; pero mientras tanto, prefiero obedecer las instrucciones de mi médico, para no arriesgarme.
- Claro que sí amigo, espero que no sea nada de gravedad. De cualquier manera, ¡ya sabes eh! cualquier cosa que necesites no dudes en pedírmela.
- Muchas gracias. Toma los papeles. Y de nuevo… ¡gracias!

Julio Medina se alejó dejando sola su oficina. Entonces el hombre número uno entró en ella y apagó el interruptor de la computadora de su compañero. Luego lo volvió a encender, pero la información de su trabajo del día, se había perdido. Salió, no sin antes percatarse de que nadie lo hubiera observado, y corrió rápidamente hasta su silla poniendo una cara de absoluto disimulo.
Cuando Medina regresó y se dio cuenta de la fatal pérdida, no tuvo otra opción que telefonear a su esposa para avisarle que llegaría tarde a comer, quizá dos o tres horas, pues debía rehacer el trabajo perdido. El hombre número uno le dio sus condolencias y se apresuró en llegar la oficina del jefe a entregar el reporte. Dio la hora de salida, se alistó, guardó sus cosas y prontamente salió de la oficina para dirigirse hacia su casa. Desde el estacionamiento observó a Gómez cuando iba entrando al edificio donde ambos trabajaban, pero el hombre número uno ya se encontraba trepado en el auto y estaba dispuesto a arrancar. Por supuesto que sería el primero en retirarse a su casa a comer.

Esa tarde Gómez recibió uno de los regaños más injustos de su vida; quizá fue por eso que se alteró tanto que elevó la voz al jefe hasta gritarle. Es posible que fuera él quien, involuntariamente provocara su despido.

Cuando el hombre número uno llegó a trabajar a la mañana siguiente las cosas de Gómez no se encontraban ya en la oficina. No sintió remordimiento. De cualquier manera Gómez lo merecía. Esa mañana era una nueva oportunidad para volver a empezar y romper nuevos récords en los primeros puestos. Sólo que ahora algo era definitivo: todas las flechas apuntaban hacia la oficina de Medina.
Fotografía: Eugenio Recuenco

Noemí Mejorada at 1:44 PM

21comments